lunes, 14 de noviembre de 2011

La Liturgia (I)




En el fantástico libro YOUCAT, catecismo adaptado para los jóvenes de hoy, aparece la siguiente frase de Benedicto XVI, fechada el 09.09.2007

"Siempre que en las consideraciones litúrgicas se piensa acerca de cómo se puede hacer la Liturgia atractiva, interesante, hermosa, ya está anulada la Liturgia. O es Opus Dei (obra de Dios), con Dios como único sujeto, o no existe".

Esta frase me ha hecho meditar en el tema de la Liturgia, cuya finalidad no debe ser más que la de acercarnos al "Misterio". En este sentido, afirma Su Santidad que “en verdad, la liturgia es un proceso por el que uno se deja introducir en la gran fe y la gran oración de la Iglesia. Por ese motivo, los primeros cristianos rezaban hacia Oriente, hacia el sol naciente, símbolo de Cristo que vuelve. Con ello querían señalar que el mundo entero está de camino hacia Cristo y que Él abarca este mundo en su totalidad. Esta relación con el cielo y la tierra es muy importante. No es casual que las antiguas iglesias estuviesen construidas de tal modo que el sol proyectase su luz en el templo en un momento muy determinado. Justamente hoy, cuando tomamos nuevamente conciencia de la importancia de las interacciones entre la Tierra y el universo, debería reconocerse también el carácter cósmico de la liturgia. Y asimismo su carácter histórico. Y reconocer también que la liturgia no fue inventada de ese modo en algún momento por alguien cualquiera, sino que ha crecido orgánicamente desde Abrahán. Los elementos provenientes de las épocas más tempranas están contenidos en la liturgia”[1].

Por ello, es sintomática la observación que Benedicto XVI, entonces todavía Cardenal Joseph Ratzinger, hace con relación a la reforma litúrgica del Vaticano II, que debería hacernos meditar aún más sobre este tema. La cita, de su libro autobiográfico "Mi Vida. Recuerdos. 1927-1977" es un poco larga pero merece la pena. Las negritas y subrayados son míos:

"El segundo gran evento al comienzo de mis años de Ratisbona fue la publicación del misal de Pablo VI, con la prohibición casi completa del misal precedente, tras una fase de transición de cerca de seis meses, El hecho de que, después de un período de experimentación que a menudo había desfigurado profundamente la liturgia, se volviese a tener un texto vinculante, era algo que había que saludar como seguramente positivo. Pero yo estaba perplejo ante la prohibición del Misal antiguo, porque algo semejante no había ocurrido jamás en la historia de la liturgia. Se suscitaba por cierto la impresión de que esto era completamente normal.



El misal precedente había sido realizado por Pío V en el año 1570 a la conclusión del concilio de Trento; era, por tanto, normal que, después de cuatrocientos años y un nuevo Concilio, un nuevo Papa publicase un nuevo misal. Pero la verdad histórica era otra. Pío V se había limitado a hacer reelaborar el misal romano entonces en uso, como en el curso vivo de la historia había siempre ocurrido a lo largo de todos los siglos. Del mismo modo, muchos de sus sucesores reelaboraron de nuevo este misal, sin contraponer jamás un misal al otro. Se ha tratado siempre de un proceso continuado de crecimiento y de purificación en el cual, sin embargo, nunca se destruía la continuidad. Un misal de Pío V, creado por él, no existe realmente. Existe sólo la reelaboración por él ordenada como fase de un largo proceso de crecimiento histórico. La novedad, tras el concilio de Trento, fue de otra naturaleza: la irrupción de la reforma protestante había tenido lugar sobre todo en la modalidad de «reformas» litúrgicas. No existía simplemente una Iglesia católica junto a otra protestante; la división de la Iglesia tuvo lugar casi imperceptiblemente y encontró su manifestación más visible e históricamente más incisiva en el cambio de la liturgia que, a su vez, sufrió una gran diversificación en el plano local, tanto que los límites entre lo que todavía era católico y lo que ya no lo era se hacían con frecuencia difíciles de definir. En esta situación de confusión, que había sido posible por la falta de una normativa litúrgica unitaria y del pluralismo litúrgico heredado de la Edad Media, el Papa decidió que el «Missale Romanum», el texto litúrgico de la ciudad de Roma, católico sin ninguna duda, debía ser introducido allí donde no se pudiese recurrir a liturgias que tuviesen por lo menos doscientos años de antigüedad.



Donde se podía demostrar esto último, se podía mantener la liturgia precedente, dado que su carácter católico podía ser considerado seguro. No se puede, por tanto, hablar de hecho de una prohibición de los anteriores y hasta entonces legítimamente válidos misales. Ahora, por el contrario, la promulgación de la prohibición del Misal que se había desarrollado a lo largo de los siglos desde el tiempo de los sacramentales de la Iglesia antigua, comportó una ruptura en la historia de la liturgia cuyas consecuencias sólo podían ser trágicas. Como ya había ocurrido muchas veces anteriormente, era del todo razonable y estaba plenamente en línea con las disposiciones del Concilio que se llegase a una revisión del Misal, sobre todo considerando la introducción de las lenguas nacionales. Pero en aquel momento acaeció algo más: se destruyó el antiguo edificio y se construyó otro, si bien con el material del cual estaba hecho el edificio antiguo y utilizando también los proyectos precedentes.


No hay ninguna duda de que este nuevo Misal comportaba en muchas de sus partes auténticas mejoras y un verdadera enriquecimiento, pero el hecho de que se presentase como un edificio nuevo, contrapuesto a aquel que se había formado a lo largo de la historia, que se prohibiese este último y se hiciese aparecer la liturgia de alguna manera ya no como un proceso vital, sino como un producto de erudición de especialistas y de competencia jurídica, nos ha producido unos daños extremadamente graves. Porque se ha desarrollado la impresión de que la liturgia se «hace», que no es algo que existe antes que nosotros, algo «dado», sino que depende de nuestras decisiones. Como consecuencia de ello, no se reconoce esta capacidad sólo a los especialistas o a una autoridad central, sino a que, en definitiva, cada «comunidad» quiera darse una liturgia propia. Pero cuando la liturgia es algo que cada uno hace a partir de si mismo, entonces no nos da ya la que es su verdadera cualidad: el encuentro con el misterio, que no es un producto nuestro, sino nuestro origen y la fuente de nuestra vida. Para la vida de la Iglesia es dramáticamente urgente una renovación de la conciencia litúrgica, una reconciliación litúrgica que vuelva a reconocer la unidad de la historia de la liturgia y comprenda el Vaticano II no como ruptura, sino como momento evolutivo.

Estoy convencido de que la crisis eclesial en la que nos encontramos hoy depende en gran parte del hundimiento de la liturgia, que a veces se concibe directamente «etsi Deus non daretur»: como si en ella ya no importase si hay Dios y si nos  habla y nos escucha. Pero si en la liturgia no aparece ya la comunión de la fe, la unidad universal de la Iglesia y de su historia, el misterio del Cristo viviente, ¿dónde hace acto de presencia la iglesia en su sustancia espiritual? Entonces la comunidad se celebra sólo a sí misma, que es algo que no vale la pena. Y dado que la comunidad en sí misma no tiene subsistencia, sino que, en cuanto unidad, tiene origen por la fe del Señor mismo. se hace inevitable en estas condiciones que se llegue a la disolución en partidos de todo tipo, a la contraposición partidaria en una Iglesia que se desgarra a sí misma. Por todo esto tenemos necesidad de un nuevo movimiento litúrgico que haga revivir la verdadera herencia del concilio Vaticano II.”

Es decir, que para Benedicto XVI, la crisis eclesial actual tiene mucho que ver con lo que el califica como "el hundimiento" de la Liturgia.


[1] BXVI. “Luz del Mundo”. Herder. Madrid, 2010

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