Me consuela aquella frase del
entonces cardenal Ratzinger en la que decía: «Hoy más que nunca, el cristiano debe tener conciencia clara de
pertenecer a una minoría, y de estar enfrentado con lo que aparece como bueno,
evidente y lógico a los ojos del espíritu del mundo, como lo llama el Nuevo
Testamento. Entre los deberes más urgentes del cristiano está la recuperación
de la capacidad de oponerse a muchas tendencias de la cultura (…)» (Informe
125-126).
La superficialidad de la sociedad
actual se detiene constantemente en banalidades incluso cuando se abordan los
temas más trascendentales, en los que la sociedad, tal y como la conocemos, se
juega en buena parte su futuro, su propia supervivencia. Uno de esos temas es
el del matrimonio.
Especialmente tras la sentencia
cuyo fallo hizo público ayer el Tribunal Constitucional sobre la ley que
permite el “matrimonio” entre personas del mismo sexo, se he hecho más evidente
aún lo que tantos expertos en temas de familia afirmaron entonces: el hecho de
la desaparición práctica del matrimonio. En efecto, ya no existe, sólo queda de
él el nombre, a modo de cáscara vacía.
El divorcio sin causa ha hecho
que ya no se pueda hablar propiamente de “derechos y deberes conyugales”, por
lo que incluso la ceremonia civil, en la que el juez o el alcalde leen a los
contrayentes los artículos 66, 67 y 68 del Código Civil ha perdido todo su
sentido: el matrimonio puede acabar sin otro motivo que la voluntad no fundada
ni razonada de uno de los cónyuges, lo que en palabras de Escrivá-Ivars supone estar
dando carta de naturaleza al repudio unilateral, que siempre ha sido
considerado en occidente gravemente atentatorio contra el principio de igualdad
(está permitido en algunos códigos de familia islámicos). Si el matrimonio así
considerado no crea una relación jurídica, estableciendo derechos y deberes
mutuos, se convierte en una mera relación de hecho. En este sentido vemos con
cuánta razón habla Victoria Camarero
de una discriminación jurídica del matrimonio frente a las uniones de hecho.
Pero con la sentencia del TC cuyo
fallo conocimos ayer hemos acabado de ahondar en este desvanecimiento de la
institución matrimonial. Al parecer basándose en la necesidad de adaptarse a
una etérea “realidad social”, se ha dejado en letra muerta el tenor del
artículo 32 de la Constitución, que afirma que “el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena
igualdad jurídica”. Parece increíble (aunque no tanto si consideramos el
lamentable grado de politización al que ha llegado el Constitucional español)
que una afirmación tan clara pueda ser contradicha de modo tan palmario, pues
precisamente en este artículo se establece la heterosexualidad como factor
determinante del matrimonio, por su expresa referencia al hombre y la mujer
como titulares del derecho a contraerlo.
Ante la desaparición práctica del
matrimonio, sin embargo, la sociedad parece actuar como el avestruz, sin querer
percatarse de la gravedad de la situación. Se acude a justificaciones
simplistas y vacías, del tipo “si se
quieren… ¿por qué no han de tener los mismos derechos?” creyendo que se
discriminaría a las personas del mismo sexo sino se les permitiera contraer
matrimonio entre sí, invocando el principio de igualdad. Todo eso es quedarse
en la superficie del problema, que por ello ni tan siquiera se percibe como
tal. Porque tratar de igual modo realidades diferentes supone incurrir en la
más profunda injusticia, consagrando la desigualdad. En palabras de Viladrich,
la igualdad “significa tratar lo igual
como igual y lo desigual como desigual. Y en consecuencia entiende que deben
recuperarse la racionalidad y realismo de
las diferencias reales entre las comunidades familiares y las otras formas de
convivencia basadas en el mero hecho afectivo, mientras éste dure”. Es
decir, exactamente lo contrario que se ha hecho considerando “matrimonio” a la
unión de dos personas del mismo sexo.
Por todo ello, y como se
recordaba en el reciente IV Congreso del Foro Español de la Familia, es urgente
recuperar el verdadero matrimonio, aquel en el que un hombre y una mujer se
entregan recíprocamente y construyen una comunidad de vida. Es necesario
recuperar la institución sobre la que pivota la familia, pues nos jugamos
mucho, nos jugamos nuestro futuro, el de nuestros hijos y el de la sociedad
entera, ya que sólo familias fuertes, estables y funcionales construirán una
sociedad cohesionada, estable y próspera.
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