El Templo
"La mayor parte de los muros
occidentales del Templo de Jerusalén que pueden contemplarse hoy día, y los que
están al sur de la explanada de las Mezquitas, incluyendo el santuario y el
muro de las Lamentaciones, son de la época de Herodes el Grande". El Templo que
construyó Herodes fue una de las maravillas del mundo, construido con
enormes sillares extraídos de canteras cercanas a Jerusalén, que eran de color
amarillo, casi blanco. Se asentó sobre la estructura original, los cimientos del
Templo de Salomón. En su interior estaba el Santo de los Santos, sobre la roca
en la que, según una antiquísima tradición, Abraham estuvo a punto de
sacrificar a su hijo Isaac. Todo esto nos cuenta Simón Sebag Montefiore, en su libro “Jerusalén, la
biografía” (muy poco recomendable, por otra parte, por su profunda incomprensión del Hecho religioso y por sus constantes faltas de respeto al cristianismo). Y sigue: “el diseño del Templo (…) indicaba una brillante comprensión del espacio
y del sentido teatral. Deslumbrante e impresionante, «estaba
todo cubierto con una planchas de oro muy pesadas, y después de salido el sol
relucía con un resplandor como de fuego»,
tan brillante que los visitantes se veían obligados a desviar su mirada. Al
llegar a Jerusalén desde el Monte de los Olivos «se
alzaba como una montaña cubierta de nieve». Ese fue el Templo que conoció Jesús
y que destruyó Tito”.
Pero Jesús no sólo conoció este Templo,
sino que estuvo y enseñó en él en multitud de ocasiones (Dice San Lucas, en 19, 47
que “enseñaba todos los días en el
Templo”). Ya con unos 12 años debatió allí con los Doctores de la ley,
dando, por cierto, un serio disgusto a sus padres (siempre que, rezando el
Santo Rosario, medito este misterio, me pregunto como San José resistió la
tentación de dar un cachete a su hijo, cuando este les respondió a él y su
Madre de aquella manera tan aparentemente insolente… -“¿Por qué me buscabais?
¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?”-
y como padre no puedo evitar una sonrisa. El asunto lo cuenta el evangelista San Lucas, en 2,
41-50).
Cuando, ya próxima la hora de pasar de
este mundo al Padre, acudía cada mañana a enseñar al Templo desde la casa de
Betania, contemplaría nuestro Señor este maravilloso espectáculo de su ciudad
amada y el Templo, resplandeciente, desde el Monte de los Olivos. Precisamente
en su falda se alza hoy una hermosísima Iglesia, llamada Dominus Flevit, el llanto de Jesús, pues fue allí donde el Maestro lloró
al contemplar Jerusalén, pronunciando aquel impresionante y a la vez tan
enternecedor reproche: “Jerusalén,
Jerusalén!, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados.
¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina su nidada bajo
las alas, y no habéis querido!” (Lc 13, 34), y anuncia más tarde, entre
lágrimas, que “vendrán días sobre
ti en que no sólo te rodearán tus enemigos con vallas, y te cercarán y te
estrecharán por todas partes, sino que te aplastarán contra el suelo a ti y a
tus hijos que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra,
porque no has conocido el tiempo de la visita que se te ha hecho”. (Lc 19,
43-44).
(SIGUE)
Cuánto debió doler a Jesucristo la
indiferencia, la agresividad y el desprecio de los suyos, que no supieron, ni
saben aún, reconocer a su Salvador. La salvación iba destinada a ellos en
primerísimo lugar, pero muchos la despreciaron (afortunadamente no todos, por eso aquí
estamos nosotros, los cristianos 2000 años más tarde, dando testimonio de la
fecundidad de aquel mensaje). El llanto de Jesús, hombre al fin como nosotros,
era amargo, porque nada duele más que la traición de los tuyos, nada ensombrece
más el corazón que el daño que te es infligido por quienes te son más queridos.
Contemplar Jerusalén desde esa colina
del Monte de los Olivos emociona muchísimo, y nos induce a meditar sobre
Jerusalén, sobre el Templo y sobre el pueblo judío. El día era hermosísimo, el
calor aun no apretaba y la contemplación de tan sublime imagen de la Ciudad Santa
nos llenó a todos de profundo estupor (DRAE: asombro, pasmo).
Esa misma tarde tuvimos ocasión de
visitar el Muro de las Lamentaciones, lugar de importancia fundamental para el
Judaísmo. Estaba muy concurrido pues algo más tarde iba a celebrarse un acto
castrense, que imagino sería parecido a nuestras “juras de bandera”. Se trataba de nuevos soldados (de ambos sexos y muy jovencitos) que se incorporaban
formalmente a lo que, por su insignia, debía de ser una unidad paracaidista.
Los hombres por un lado y las mujeres por otro accedimos al
recinto y nos dirigimos cada uno a nuestra parte del
antiquísimo muro. Los hombres nos pusimos la Kipá, pues es obligatorio hacerlo para acceder a un lugar sagrado como es el Muro.
Allí me embargó un profundísimo sentimiento (DRAE: Estado afectivo del ánimo producido por causas que lo impresionan vivamente) al tocar aquellas venerables piedras y acercar mi frente a los inmemoriales restos. La oración que tantísimas personas hacían en voz alta al mismo tiempo, el ambiente de recogimiento y oración que casi podía beberse y la consideración de que esos mismos sillares contemplaron y fueron contemplados tantas veces por Nuestro Dios y Señor, visitante asiduo del lugar, me proporcionaron una extraña paz y una cercanía única a lo sobrenatural. Allí recé por todos, por los míos, por las familias y por todo el mundo, por los judíos y por la Iglesia, durante largo rato, y algo después lo hice también en el interior, allí donde The Western Wall Heritage Foundation ha efectuado una cuidadosa restauración y ha habilitado los espacios interiores anejos al Muro como gran biblioteca del judaísmo. Multitud de estudiosos de la Torá rezaban y estudiaban allí, sobre pequeños atriles. Todo me resultó hondamente conmovedor.
Allí me embargó un profundísimo sentimiento (DRAE: Estado afectivo del ánimo producido por causas que lo impresionan vivamente) al tocar aquellas venerables piedras y acercar mi frente a los inmemoriales restos. La oración que tantísimas personas hacían en voz alta al mismo tiempo, el ambiente de recogimiento y oración que casi podía beberse y la consideración de que esos mismos sillares contemplaron y fueron contemplados tantas veces por Nuestro Dios y Señor, visitante asiduo del lugar, me proporcionaron una extraña paz y una cercanía única a lo sobrenatural. Allí recé por todos, por los míos, por las familias y por todo el mundo, por los judíos y por la Iglesia, durante largo rato, y algo después lo hice también en el interior, allí donde The Western Wall Heritage Foundation ha efectuado una cuidadosa restauración y ha habilitado los espacios interiores anejos al Muro como gran biblioteca del judaísmo. Multitud de estudiosos de la Torá rezaban y estudiaban allí, sobre pequeños atriles. Todo me resultó hondamente conmovedor.
Y ¿cuál es el motivo de que estar allí me produjera tanta conmoción? Creo que fue por la consideración de un hecho fundamental, que su
Santidad Benedicto XVI explica magistralmente bien en la segunda parte de su
Jesús de Nazaret, la que dedica al tiempo transcurrido "Desde la Entrada en
Jerusalén hasta la Resurrección":
La atroz guerra que acabó con la completa
destrucción del Templo no fue sólo una guerra de judíos contra romanos, sino
también una guerra civil entre corrientes judías rivales, de ahí viene
esa crueldad inimaginable, por el fanatismo de unos y
la furia creciente de los otros. Flavio Josefo habla de 80.000 muertos, homicidios, saqueos, incendios, hambre, ensañamiento contra los cadáveres, y una completa destrucción del entorno, con una deforestación total en un radio de 18
kilómetros alrededor de la ciudad.
La destrucción del Templo en el año 70
fue definitiva y, señala el Papa que para el judaísmo “el cese del sacrificio y la destrucción del Templo tuvo que ser una
conmoción terrible, pues Templo y sacrificio estaban en el centro de la Torá”
(…) ¿Dónde estaba la Alianza, dónde la
Promesa? La Biblia, el Antiguo Testamento debía leerse de un modo nuevo”.
Pero esa nueva lectura debe hacerse “a la
luz de Cristo”, que amaba profundamente Jerusalén (ya hemos contemplado su
llanto cargado de amargura), pero que anunció su destrucción y la del Templo.
Porque, y este es el punto esencial, “con
Jesús se ha acabado la época del Templo de piedra con su culto sacrificial, con
Jesús ha acabado el período de sacrificio en el Templo y, con él, el Templo
mismo: (…) Jesús mismo se ha puesto en lugar del Templo, el nuevo Templo es Él”.
Y sigue diciendo: “Para Pablo, el Templo,
con su culto, ha sido «demolido» con la crucifixión de Cristo; en su lugar está
ahora el Arca de la Alianza viva de Cristo crucificado y resucitado.” En el cristianismo maduró muy pronto, afirma
Benedicto XVI, esta convicción, y los cristianos sabían “desde el principio que el Resucitado es
el nuevo Templo, el verdadero lugar de contacto entre Dios y los hombres”.
Es un relato conmovedor porque me ha movido o removido mejor dicho. Precisamente hace un mes, a estas horas, estábamos en Jerusalén, era nuestro primer contacto con la ciudad Santa que acoge a hombres y mujeres musulmanes, judios y cristianos. Vivencias que siguen ayudando a meditar la vida de Nuestro Redentor. Gracias Joaquín. Esperamos la próxima...MLuz
ResponderEliminarEstimado Joaquín:
ResponderEliminarGracias por revivir la conmovedora visita a los Lugares Santos. Pero además has hecho estudios valiosos que hacen más comprensible y emotiva tu narración.
¡¡Claro que Jesús es la Nueva Alianza!! Y qué ciego está el mundo que no le sigue. Es por esto que ahora S.S. Benedicto XVI ha declarado el Año de la Fe, mismo que inicia este 11 de Octubre.
Que tus escritos y reflexiones sean pues un motivo para muchos para creer en quien es el Camino, la Verdad y la Vida.
Isabel G. Llorente
¡Gracias por vuestros inteligentes y amables comentarios! Se nota que habéis estado allí conmigo y que hemos vivido lo mismo...
ResponderEliminarComo siempre, emocionante. Además, muy bien documentado. ¡Qué pena que la dureza del corazón humano -esa misma que impidió a Jesús recoger bajo sus alas a los habitantes de Jerusalén- no permita que en aquellos Santos Lugares se viva en paz! Es un arecordatorio perennne de cuánto mal somos capaces de hacer los hombre si nos olvidamos de Dios o lo manipulamos para nuestros propósitos.
ResponderEliminarGracias por tan magnífico relato, Joaquín.