D. Manuel de Unceta y Murúa
Foto de la Biblioteca Nacional de Madrid
A veces, inesperadamente, uno
encuentra y lee cosas que le ensanchan el corazón. Recientemente ha llegado a mis manos un escrito, titulado “Origen de la familia: principales derechos y
deberes consiguientes a esta institución”, muy en la línea del magnífico eslogan del Foro Español de la Familia , “hablando bien de las cosas buenas”. Se trata del discurso leído en
la Universidad Central por D. Manuel de
Unceta y Murúa en el Acto solemne de recibir la Investidura de Doctor en
Derecho civil y canónico. Data de 1863, cuando este insigne vasco era un joven
de 26 años; poco más tarde sería diputado a cortes por Guipúzcoa. A pesar de
tratarse de un escrito de 150 años de antigüedad, el texto goza de una
sorprendente actualidad, como podrá apreciar el amable lector; en él pueden
leerse estas hermosísimas frases:
“La familia, esa santa y venerada institución, que ha sido y será siempre el cuadro más bello del mundo (…) y que
ha ejercido constantemente una influencia
muy directa en la marcha de la humanidad, y que lo mismo esparce sus
encantos en las miserables cabañas que en los opulentos palacios, igualmente en
la morada del rico magnate que en la del pobre menestral; la familia, que ha
sido uno de los objetos primordiales de los libros santos, y que ocupa las más brillantes páginas de la
historia y de la filosofía, de la legislación y del derecho, de la economía y
de la moral, de la política y de las ciencias todas, en fin, porque refleja
fiel y exactamente el estado de las naciones. (…)
Los primeros destellos y el fundamento de esta gran reunión de seres
racionales que forma la sociedad humana, los encontramos en la familia. (…) La familia responde a una necesidad de
nuestro corazón; llena un vacío inmenso; es el complemento de nuestro modo de
ser (…). La familia da nacimiento a una cadena de seres ligados por medio
de un vínculo estrecho y misterioso, cuya benéfica influencia nos sonríe y
acaricia en la cuna, y que en el transcurso de nuestro ser, nos consuela de los
pesares y amarguras de la vida, vínculo que no enfría la nieve de las canas,
que vive siempre y se transmite puro de generación en generación. (…)
Ninguno de los goces del mundo
puede compensar los suaves y delicados de la familia, y cuando uno de sus individuos sufre, su
corazón encuentra desahogo y consuelo, confiando sus penas en el seno del hogar
doméstico. (…) El amor es la ley que
preside sus destinos, y eslabonados todos los corazones, formando la dulce
cadena del cariño recíproco, miran tranquilos deslizarse sus días, viendo dibujarse
en lontananza, los destellos de una felicidad eterna”.
Más adelante (el discurso
completo abarca diecisiete páginas de imprenta), el autor de esta deliciosa
apología de a familia hace afirmaciones de gran interés y actualidad, como
cuando resalta que “la mancomunidad de
sentimientos y de esperanzas” que unen al padre y a la madre “no puede resultar de uniones pasajeras, de
uniones sin principio y sin dignidad”, porque para él “la unión legítima y durable de los dos sexos (…) es el fundamento de
la familia y de la sociedad”. No podemos estar más de acuerdo con ello.
De sorprendente actualidad es su
rotunda afirmación de la igual dignidad y derechos del varón y la mujer unidos
en matrimonio, cuando, hablando de la unidad matrimonial afirma que “los cónyuges deben guardarse recíprocamente
la fe jurada al pie de los altares; a ambos incumbe igualmente la dirección de
los asuntos domésticos, siendo la
categoría de la mujer igual en un todo a la de su marido”, y cree al respecto que “la
educación moral de los hijos es,
pues, el primer y uno de los más estrechos deberes de los padres; si lo
olvidan, pocas veces podrán gustar las caricias de un buen hijo”.
Por último, el discurso acaba con
el homenaje a la Madre, en unas líneas cargadas de amorosa emoción, que a mi me
parecen de lo más hermoso que he leído al respecto:
“Cuando han transcurrido muchos años desde que la que nos dio el ser
bajó al sepulcro, y cuando nuestra vida toca a su ocaso, entre los misteriosos
celages[2]
que ocultan el porvenir, creemos divisar una forma humana coronada de una
aureola de purísima luz; es la sombra de nuestra madre querida, que después de
habernos conducido por entre los mil escollos que por doquiera ofrece el mundo,
viene cariñosa a sentarse al borde de su tumba, para esperarnos en el límite
fatal que separa el mundo de la eternidad, la vida de la muerte”.
Siempre me ha impresionado la bondad de las madres, capaces de defender al hijo más débil, o de esconder sus debilidades donde haga falta.
ResponderEliminarAsí es, querido Anónimo...
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