jueves, 15 de agosto de 2013

15 de agosto




El verano es ocasión propicia para retomar el hábito de la lectura, y disfrutar del placer que nos procura a aquellos que somos felices en compañía de un buen libro. Por falta de tiempo, durante el resto del año he abandonado prácticamente las novelas, pero en verano recupero ese regusto juvenil por la literatura de ficción.

Como hace ya mucho me di cuenta de que no me quedan años de vida suficientes para leer todo lo que me gustaría leer, que es muchísimo, trato de seleccionar cuidadosamente mis lecturas.

Este verano he leído La Romana, de Alberto Moravia, en la magnífica traducción de Francisco Ayala, Suave es la noche, de F. Scott Fitzgerald, traducida por Rafael Ruiz de la Cuesta y tengo actualmente entre mis manos Las uvas de la ira, de J. Steinbeck, traducido en esta ocasión por María Coy.

En estas tres novelas adquiere un especial protagonismo la mujer, a pesar de estar escritas por hombres. Qué sería la vida del varón sin la mujer nadie lo sabe, pero de lo que podemos estar seguro es de que vagaríamos sin rumbo por un siniestro océano de desconsuelo y desesperación, pues el referente femenino nos es tan necesario como el aire que respiramos, y creo no exagerar.

Pues bien, al estilo de aquel maravilloso libro de texto de literatura de la editorial Santillana llamado “Senda”, que muchos recordarán, y que para mi fue definitivo para afianzar mi pasión por la literatura, transcribiré aquí algunos párrafos de estos libros que me han emocionado especialmente, y que servirán de homenaje a la mujer, a la madre, a la esposa, a la hija, que son quienes llenan de sentido la vida, y ello en esta señalada fiesta dedicada a la Madre de todos los hombres, a la Mujer por excelencia, a la criatura más perfecta salida de las manos de Dios.

  1.    La Madre

En medio de la aspereza del relato, de la descripción de la desesperanza, la pobreza ruin y la injusticia con la que Steinbeck nos va contando las vicisitudes de una familia del medio rural norteamericano de los años treinta del pasado siglo sobresale el retrato de la Madre, palabra que pongo ahora con mayúscula por su magnificencia:

“Madre era pesada, pero no gorda; ancha a fuerza de trabajo y de partos. Llevaba un vestido suelto, sin cinturón, de tela gris, que en un tiempo tuvo un estampado de flores de colores. Ahora, el estampado de flores, a fuerza de lavadas, era sólo de un gris algo más claro que el fondo. El vestido le llegaba a los tobillos y sus pies descalzos, anchos y fuertes se movían por el suelo ágilmente y con rapidez. Llevaba el pelo fino y de color acero, recogido en un moño escaso y ralo en la nuca. Los brazos, fuertes y pecosos, estaban desnudos hasta el codo y sus manos eran rechonchas y delicadas, como las de una niña rolliza. Miró fuera a la luz del sol. Su rostro lleno no era blando; era un rostro controlado, bondadoso. Sus ojos de avellana parecían haber sufrido todas las tragedias posibles y haber remontado el dolor y el sufrimiento como si se tratara de peldaños, hasta alcanzar una calma superior y una comprensión sobrehumana. Parecía conocer, aceptar y agradecer su posición, la ciudadela de la familia, el lugar fuerte que no podía ser tomado. Y puesto que el viejo Tom y los niños no sabían del dolor o el miedo a menos que ella los reconociese, había intentado negar ella misma el dolor y el miedo. Y ya que ellos la miraban, cuando pasaba algo jubiloso, para ver si mostraba alegría, se había acostumbrado a poder reír sin tener las condiciones adecuadas. Pero la calma era mejor que la alegría. En la imperturbabilidad se podía confiar. Y desde su posición importante y humilde en la familia había obtenido dignidad y una belleza clara y serena. De su posición sanadora sus manos habían adquirido seguridad, firmeza y calma, desde su posición de árbitro, había llegado a ser tan remota e infalible en sus decisiones como una diosa. Parecía ser consciente de que si ella titubeara, la familia temblaría, y si ella alguna vez verdaderamente vacilara o desesperara la familia se vendría abajo, privada de la voluntad de funcionar”.

   2.     La felicidad

En La Romana, que su autor ha concebido como un relato en primera persona de su protagonista, la joven y exuberante Adriana, ésta describe que el anhelo último de su vida, el lugar donde atisba la posibilidad de una felicidad modesta, posible y real estaría en la emulación de algo que vio:

“Una tarde de verano, paseando con mi madre por la avenida, vi a través de la ventana de uno de aquellos chalecitos una escena familiar que me quedó impresa y me pareció responder en un todo a la idea que me hacía de una vida normal y decente. Una habitación pequeña, pero limpia, con el empapelado de las paredes de flores, un aparador y una lámpara central suspendida sobre la mesa puesta. En torno a la mesa cinco o seis personas, entre ellas, me parece, tres niños de ocho a doce años. En medio de la mesa, una sopera; y la madre, en pie, que servía la menestra. Parecerá extraño, pero de todas estas cosas la que me chocó más fue la luz de la lámpara central; o mejor, el aspecto extraordinariamente sereno y normal que las cosas asumían a aquella luz. Después, volviendo a pensar en la escena, me dije con absoluta convicción que debía ponerme como meta habitar un día en una casa como ésa, tener una familia como ésa y vivir en esa misma luz que parecía revelar la presencia de tantos tranquilos y seguros afectos”.

Los grandes escritores son capaces de suscitar intensas emociones en el alma de sus lectores con una hábil sucesión de vocablos… a veces parece mentira lo perdurable que puede ser en nosotros el recuerdo de algo que hemos leído, porque en su momento nos hizo entrever que la felicidad existe y es posible. Describe en este sentido Fitzgerald una situación que a todos nos ha ocurrido:

“A Rosemary  se le volvieron a saltar las lágrimas cuando se enteró del percance. Entre unas cosas y otras, había sido un día aguado, pero tenía la sensación de que había aprendido algo, si bien no sabía exactamente qué. Luego recordaría como felices todas las horas de aquella tarde, una de esas ocasiones en que parece no ocurrir nada y que en el momento se sienten sólo como un nexo entre el gozo del pasado y el futuro, pero que luego resultan haber sido el gozo mismo”.



Imagen: http://santuario-virgendelcarmen.blogspot.com.es

2 comentarios:

  1. No exageras, Joaquín.

    La mujer es imprescindible, existencialmente imprescindible, para el hombre. Por las razones más obvias y generales, que la naturaleza y la ciencia imponen -aunque a algunos les moleste-, pero también por las más personales e interiores.

    Gracias por este excelente post, lleno de ternura y, me atrevo a decir, sentido común.

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  2. Gracias por tu comentario, Vicente, tan certero y amable como siempre.

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